Carta Publicada en La Nueva España (28-06-2010)
¿Por qué nos avergonzamos los ovetenses del sitio de Oviedo?
28 de Junio del 2010 - Silvia Ribelles (Los Ángeles (California))
A Mariano Montero Álvarez, defensor de Oviedo (1918-2010)
Mariano Montero, que murió el pasado 11 de marzo en Oviedo, había nacido en Linares del Puerto, Lena, en agosto de 1918, pero desde 1927 vivía en Oviedo con toda su familia. Su padre, Francisco Montero, era ferroviario, y todos sus hermanos, salvo el mayor, que nació en Herías, nacieron en las estaciones de tren entre Pajares y Campomanes. Eran 13 en total, 7 hombres y cinco mujeres. Mariano hacía el número 11. Se trataba de una familia muy católica, muy tradicional, donde su madre, María, siempre puso mucho empeño en que sus hijos tuvieran estudios para que pudieran medrar en la vida. Todos los hijos varones fueron a escuelas de dominicos, donde aprovecharon los estudios con mayor o menor beneficio.
Constante, el cuarto, llegó a ordenarse en Valladolid como dominico, y en 1935 partió a Formosa (el actual Taiwán), pasando por la costa Este de los Estados Unidos, donde vivió dos años, estudió Teología y aprendió inglés. En Taiwán, donde llegó en 1937, trabajó de misionero hasta el año 2006, en que murió. Sufrió en sus carnes la invasión japonesa, y una de las historias que más me gustaba oírle contar era cuando le tocó dar confesión a un kamikaze a punto de salir en una misión suicida. Constante está enterrado en la isla.
Pero éste no es el único Montero singular. El tercer hermano, Luis, en contra de las tendencias políticas de su padre y de todos sus hermanos, se afilió al PCE en el año 1936, e hizo la guerra con la República, el único de todos los hombres y mujeres de su casa. Se exilió y estuvo en Francia, donde, tras muchas calamidades, llegó a formar parte de la dirección del PCE en el París ocupado, además de ser el jefe del Segundo Destacamento Español de Francotiradores y Partisanos, que llevaron a cabo numerosos sabotajes contra el invasor. Fue detenido a finales de 1942 y deportado a un campo de concentración nazi, donde se integró en el movimiento clandestino y llegó a convertirse en secretario general de PCE dentro del campo, del que salió con vida en mayo de 1945. Fue condecorado con la medalla de la Resistencia. Fiel al PCE, entró en Asturias en el año 1948 para reorganizar a los guerrilleros. Desapareció en 1950. Nunca se ha vuelto a saber de él, aunque todo apunta a que fue purgado por el partido.
No se vayan todavía, aún hay más. José Antonio, el séptimo, tras hacer la guerra en España, defender Oviedo y marchar sobre Madrid, se alistó voluntariamente en la División Azul. Participó en la batalla de Krasny Bor en los arrabales de Leningrado (actual San Petersburgo), donde fue gravemente herido. Fue repatriado a España en un tren hospital. Recibió una Cruz de Hierro, entre muchas otras condecoraciones. Aún tiene metralla soviética en el cuerpo.
Cada uno de estos tres hermanos había sido protagonista en uno de los tres frentes de la Segunda Guerra Mundial: Luis en el Oeste, José Antonio en el Este y Constante en el del Pacífico. Y pensarán ustedes, ¿y Mariano? Bien, Mariano fue también protagonista de un frente de la guerra de España, y de la guerra de Asturias, que, desgraciadamente, adolece de falta de un estudio serio y en profundidad que la coloque en el sitio que se merece en la historia de nuestra Guerra Civil. Pero lo que es peor aún, fue un acto de valor de muchos ovetenses del que, lamentablemente, parece que se avergüenzan.
Mariano contaba 17 años cuando el coronel Antonio Aranda Mata proclamó en Oviedo en el verano de 1936 que se sumaba al levantamiento en contra del Gobierno, quedando la ciudad como una minúscula isla nacional en un mar republicano. Falangista, Mariano no dudó en alistarse con los efectivos civiles que defendieron la ciudad. Oviedo, que aún estaba lamiéndose las graves heridas recibidas durante el levantamiento en contra del Gobierno de Octubre de 1934, no estaba dispuesta a dejarse destruir de nuevo. Aranda organizó efectivamente la defensa de la ciudad, que fue rápidamente rodeada por numerosas tropas republicanas. Contaba el coronel con 3.300 hombres, de los que 1.300 eran civiles voluntarios (entre los que se encontraba Mariano), 600 o más eran mayores de 45 años. Aranda sabía que Oviedo significaba para los sitiadores mucho más que un objetivo militar, era una obsesión que mantuvo un muy elevado número de tropas alejado de otros frentes más importantes que podrían haber cambiado, tal vez, el resultado de la guerra y el curso de la historia. No en vano, el editor del periódico socialista «Avance» de Gijón escribió en febrero de 1937: «Cada piedra, cada sendero, cada ángulo de mampostería con sus heridas no cicatrizadas, cada recodo de la tierra, cada palmo de este suelo de Oviedo está lleno de sugerencias heroicas y manchas de sangre de los camaradas no vengados aún». Oviedo tenía que ser aplastada.
La ciudad quedó sitiada por 90 días, durante los cuales su población fue bombardeada sin cuartel. A partir del 21 de octubre de 1936 el sitio se convertiría en asedio, gracias a un precario pasillo que, como un cordón umbilical, abastecía a la ciudad de víveres, suministros y hombres. El asedio duraría hasta prácticamente el final de la guerra en el Norte, el 21 de octubre de 1937, y fue un frente que jamás estuvo inactivo hasta que cayó Asturias. Durante los tres primeros meses de guerra, cuando la ciudad estuvo totalmente incomunicada, la aviación republicana realizó 130 bombardeos, de ellos 120 sobre la población, algunos llegaron a durar hasta 13 horas. Oviedo recibió, además, un total de 120.000 proyectiles de cañón. Fue un Guernica de enormes dimensiones del que nadie se acordó.
Y fueron jóvenes como mi tío Mariano los que supusieron una pieza clave en la defensa de la ciudad, de su ciudad, a la que amaban y en la que vivían. Pero el elemento civil no sólo se contaba entre los hombres. Las mujeres jugaron un papel importantísimo en la defensa de Oviedo. Se ocuparon de mantener todas las posiciones de la ciudad abastecidas de comida. A falta de las raciones de intendencia militar, las mujeres preparaban los guisos para los soldados en las cocinas de sus casas. Además, fueron muchas las que se presentaron como enfermeras voluntarias en el hospital y en las clínicas que surgieron por toda la ciudad para atender al abrumador número de heridos. Así lo hicieron las tres hermanas mayores de Mariano: Pura, Angelines y Maruja. Además, recayó sobre los hombros de las mujeres ovetenses la responsabilidad de atender a sus familias, hacer las interminables colas del agua, del racionamiento, y mantener la moral alta en una ciudad continuamente castigada por los sitiadores.
Me encantaba escuchar a mi tío Mariano contar historias. Cómo una vez, defendiendo una de las posiciones en el casco de la ciudad, en lo que hoy es la calle del Marqués de Pidal, una de las bombas enemigas cayó sobre un almacén. Volaron por el aire salchichones y chorizos. Mariano y sus camaradas no dudaron en dar cuenta de aquellas viandas que les llovían del cielo como el maná. Siempre me lo imaginé sentado detrás de una ametralladora, con una mano apretando el gatillo, y con la otra llevándose un salchichón a la boca arrancando enormes trozos con sus dientes. En otra ocasión, en la posición de El Mercadín, defendida en aquella ocasión por un sargento del Milán apellidado Garrote y por tres o cuatro soldados y siete falangistas, entre los que se encontraba Mariano Montero, una granada enemiga cayó entre él y su camarada. Con una temeridad propia sólo de un valiente Mariano se abalanzó sobre la bomba y la devolvió a las líneas enemigas, donde explotó.
Fue para él siempre un honor contarse entre aquellos aguerridos ciudadanos que defendieron su ciudad, sus casas, sus familias y su ideales, que habrá a quienes les parezcan mejores o peores, pero siempre les fueron fieles y los defendieron hasta la muerte. Y eso es lo que cuenta. Efectivamente, muchos lo pagarían con la vida. De los 3.300 hombres con los que contaba Aranda al principio de la guerra, 2.700 morirían durante el sitio, lo que supuso el 81 por ciento de los efectivos totales. En cuanto a la población civil, hubo 2.000 muertes, algunas, víctimas de la epidemia de tifus que se desató en la ciudad. Todos los defensores recibieron la Cruz Laureada de San Fernando Colectiva, de la que Mariano estaba muy orgulloso. Cuando terminó la guerra mi tío colgó el fusil y decidió reincorporarse a la vida civil. Trabajó para la Renfe en Oviedo, luego para Alsa. Fue concejal del Ayuntamiento de Oviedo durante la dictadura. Era, además, miembro de la Hermandad de Defensores. Vivió prácticamente toda su vida en Oviedo, que siempre consideró su ciudad, a pesar de no haber nacido allí. Fue siempre fiel seguidor del Real Oviedo. Tras pasar unos años en Badajoz por motivos de salud, regresó a Oviedo, tras la muerte de su mujer, en el ocaso de su vida, a morir.
Y yo me pregunto, si los republicanos hubieran estado dentro del cerco y los nacionales fuera, ¿acaso no tendríamos ya una calle a los defensores de Oviedo? ¿Por qué negar que aquella defensa fue un acto heroico? Hubo, en tan sólo tres meses, casi 5.000 muertes entre los ovetenses. La destrucción de la ciudad fue casi total. No podemos olvidar, además, que el hospital de Oviedo fue bombardeado por una orden del Estado Mayor del Ejército del Norte el 23 de febrero de 1937. Pero ¿acaso somos tontos los ovetenses? Si alguien tiene el valor de decir que Oviedo no fue una ciudad brutalmente atacada, que lo diga. Si alguien tiene el valor de decir que los ovetenses no sufrieron y murieron defendiendo su ciudad, que lo diga. Si alguien tiene el valor de proponer que se ponga una calle de Oviedo a sus defensores, que lo diga. Yo, como ovetense, lo digo, y quiero pensar que no soy la única. Lo que más pena me da es que mi tío Mariano ya no esté aquí para verlo.
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